Una de las características de la sociedad actual es el estresante ritmo de vida con el que acometemos nuestra cotidianeidad: una constante sensación de prisa que parece obligarnos a programar cada momento se impone en todos los ámbitos de nuestro día a día. Esta forma de vida acelerada se refleja incluso en nuestro vocabulario; el término “lento” se asocia a valores negativos: incapaz, improductivo, tardío… Especialmente en el ámbito laboral. Y es que la idea de que “trabajar bajo presión propicia mejores resultados” está muy extendida entre empresas y profesionales. Lo urgente desplaza a lo importante ante una forma de entender el éxito que nos empuja a caminar pensando en la meta, sin valorar lo que puede aportarnos cada paso. Es por ello que el movimiento Slow Work suele contrariar a muchas personas la primera vez que oyen hablar de él. ¿Cómo es posible defender la lentitud (sobre todo en el ámbito laboral) cuando hay tanto por hacer? ¿Podemos ser productivos si trabajamos despacio? Nosotros pensamos que sí.

¿Y si menos fuera más? La corriente “Slow work” forma parte de una filosofía de vida global denominada Slow, cuya aparición se remonta a los años ochenta, en Italia, de la mano del periodista Carlo Petrini. Toparse con un establecimiento de Fast Food en un enclave histórico de Roma le llevó a reflexionar sobre la amenaza que suponía la invasión de la comida rápida para los hábitos alimenticios mediterráneos y europeos. Se gestaba así un movimiento orientado a defender la forma de alimentación más tradicional, basada en la producción local y la sostenibilidad. Además, la alimentación debía volver a convertirse en un ritual valioso dentro de nuestra vida, y no en un mero trámite para ingerir vitaminas y nutrientes, y/o simplemente calmar el hambre o la gula.

Sin prisa pero sin pausa, la filosofía del movimiento, que dota de valor cada momento, se ha ido extendiendo en los últimos veinte años a otras esferas, como el trabajo, el ocio, el sexo o la educación, para llegar incluso a mostrar una nueva forma de entender las ciudades. De esta forma, las Slow Cities se inspiran en valores orientados a propiciar el equilibrio y la armonía contra la tensión imperante en las grandes ciudades actuales, auténticas junglas de asfalto.

Lejos de fomentar la sensación de desperdiciar nuestras horas, el movimiento slow, en todas sus aplicaciones y formas, reclama la capacidad de hacer del tiempo un bien mucho más “duradero”. Una prisa excesiva desgasta la salud y el ánimo, y repercute en nuestro estado vital, deteriorándolo. La clave no es la “cantidad”, sino el equilibrio.

Trabajar despacio: producir más Slow Work enarbola la bandera de la calidad frente a la cantidad como una herramienta de mejora también en el ámbito laboral: no sólo porque defiende una vida equilibrada en la que trabajemos para vivir, y no viceversa, sino porque también repercute en una mejora de los resultados. Si invertimos el tiempo necesario en cada tarea, y en vez de obsesionarnos con cuándo y cómo terminaremos cada proyecto que emprendemos, depuramos la ejecución y desarrollo del éstos, seguramente consigamos resultados más “ajustados” a nuestros objetivos. No se trata de ser excesivamente puntillosos ni perfeccionistas, sino de dar la importancia adecuada al proceso de trabajo en sí mismo, aplicando nuestro conocimiento con precisión, calculando la energía oportuna y logrando así un resultado “certero”. Realizar nuestras tareas atropelladamente nos condena a revisar y reformular constantemente nuestros proyectos y entorpece su evolución exigiendo, a medio/largo plazo, una inversión de tiempo muy superior. Adoptar un ritmo más pausado no sólo nos ayudará a tener una experiencia de trabajo más satisfactoria, sino también a ser profesionales mucho más eficientes.

Seguramente, algunos de vosotros os preguntaréis… ¿no están las personas defensoras del slow work condenadas a la contradicción si quieren interactuar en la sociedad actual? Quizá en algunos aspectos o momentos lo estén; todavía muchos ámbitos sociales están encadenados al segundero del reloj, y resulta complicado resistirse a él. Esta contradicción constituye un reto para la difusión de esta filosofía que ha sido puesto en la mesa por algunos de los embajadores del movimiento. Un claro ejemplo de ello lo encontramos la reflexión con la que Carl Honore, autor del libro “Praise of slowness” (El elogio de la lentitud), arrancaba su intervención en el evento TeDGlobal de 2005. El periodista canadiense comentaba la ironía a la que se había enfrentado al encontrarse sometido a una intensa presión en la promoción de su libro, dedicado a defender el movimiento Slow. Con lucidez y un inteligente sentido del humor, Carl Honore narraba cómo se veía forzado a transmitir el reto de transmitir la filosofía Slow en distintos medios de comunicación en un tiempo récord. Pero lo más revelador es cómo concluía su intervención: señalaba cómo la agobiante obligación de leer un cuento cada noche a su hijo se había transformado en recompensa al abordarla desde otra perspectiva. Ocho años después de esa intervención, su charla sigue resultando profundamente inspiradora. A través de la filosofía slow, Carl Honore no sólo era más productivo en su trabajo: su experiencia de vida en todos los ámbitos había mejorado. ¿Y no es esto lo que todos buscamos?